viernes, 8 de mayo de 2015

La mujer que no comía nada que tuviera ojos (y III)



Decepcionada, desamparada, sola,… tomó la decisión de ser más flexible en su vital odio. Si con el hombre perfecto, con el hombre que tenía todo lo que adoraba y nada de lo que odiaba,… si con él no había podido ser feliz nada más que unos días, qué podría depararle un futuro lleno de intransigencias. Si sus padres cada día eran más felices abriendo las ventanas de casa, comprando espejos para todas las habitaciones, disfrutando de la luz que durante más de treinta años les fue negada a pesar de estar ahí, con un simple subir de persianas,… si las personas que más deberían echarle de menos eran más felices de forma inversamente proporcional a la cercanía de sus manías,... no le quedaba otra alternativa que deambular sola por la vida o intentar ceder poco a poco en su manía para conseguir al menos ser tolerada por un puñado de personas.

Como primer paso decidió que comería derivados de animales que tenían ojos. Empezó por los huevos, siguió por el embutido, incluso le gustó el jamón,… Fue añadiendo poco a poco a la dieta algunos productos que hasta hacía unos días simplemente le repugnaban. Le sorprendió el queso ya que pensaba que todos tenían sabor parecido porque, en definitiva, y auqnue todos procedían de distintos animales, todos ellos tenían ojos. Tampoco le supuso demasiado esfuerzo aceptar comidas como los calamares o el pulpo porque mascando aquellos trocitos era fácil no relacionarlos con los animales de los que procedían.

Intentó, con mucho esfuerzo y nulo resultado, incluir en su dieta el pescado pero le resultó imposible. Las piernas le temblaban y sentía mareos sólo con plantearse estar cerca de los puestos del mercado donde se exhibían perfectamente ordenadas doradas, lubinas, rapes,… y todo tipo de bichos con unos ojos espantosamente grandes. Salió espantada una mañana que oyó como un vendedor defendía la frescura de sus peces por la brillantez de sus ojos. No obstante, el marisco no le planteó demasiados problemas: la cuestión se resolvía simplemente desechando las cabezas. Los mejillones, las almejas, las navajas y los berberechos le resultaban una delicia.
 
Se mudó de barrio. Quizá pensó en dar un giro radical a su vida tras superar parcialmente su fobia a los ojos. Nuevas comidas, nueva gente, nuevos vecinos. Nadie reparó en su ausencia porque con nadie fue más allá de una relación fría y distante. Su familia hacía meses que no la veía y tampoco tenían demasiadas ganas de indagar en un caso que les podría hacer volver a las andadas. Todos quisieron un cambio de aires y por tanto todos estaban contentos de los cambios ocurridos.
 
Ahora nadie sabe cómo le va aunque corre por el barrio el rumor de que ha engordado bastante y que ha debido operarse de la vista porque ya no lleva esas gafas tan oscuras. Además, en ocasiones, la ven tomando bocadillos de chorizo en la taberna de enfrente, acompañada de su vecino El Cíclope, al que ella llama cariñosamente Mi Pirata.