miércoles, 25 de febrero de 2015

El hombre que vivía la vida de otros (III)



Su vida transcurría sin sobresaltos. Cada día era más parecido al supervisor y las escenas de coincidencia se hicieron tan habituales que ya ni siquiera despertaban la curiosidad del resto de trabajadores. Los problemas de convivencia en casa desaparecieron totalmente por la pura lógica de la concentración en las tareas: su padre estaba absorbido por su dedicación a los saxofones y Lánime estaba tan ocupado en vivir la vida de otro que, salvo cuando compartían la comida o cena, ninguno reparaba en la existencia del otro.
   
Inesperadamente, un día el mozo de reparto le entregó un sobre cerrado con el nombre de la compañera más guapa de la sección de contabilidad. Le proponía salir a cenar el viernes. Con la aceptación de la invitación empezaron a surgir las dudas porque interiorizó que su vida no era todo lo satisfactoria que podría serlo ya que repentinamente apercibió que no vivía la vida de otro sino que vivía la vida de dos: la de su jefe en el trabajo y la de su madre en casa, porque al desconocer cómo vivía aquel en su intimidad era imposible vivir su vida. Perversamente pensó que si se enamoraba de la chica de contabilidad podría volver a vivir la vida de una sola persona durante las 24 horas del día. Con esta necesidad y lo fácil que se lo puso su compañera, pronto empezaron a vivir juntos, pronto empezaron a vivir una sola vida.

Lánime era inmensamente feliz, como en tiempos de madre, viviendo ya una sola vida las 24 horas de día, olvidándose de la existencia de su padre y absorbiendo todos los detalles de la vida de su mujer. Tuvo problemas en el trabajo porque el supervisor no entendía porque lo que antes era evidente, ahora era un problema pero para Lánime las discrepancias con su jefe tenían una importancia menor ante la felicidad que reinaba en su vida íntima.

El encantamiento duro poco. Su compañera empezó a hartarse de la coincidencia de opiniones, ideas, gustos, colores, maneras,… No es necesario aclarar que todo, absolutamente todo era igual para los dos, en el trabajo y en casa. Y la menor discrepancia, que era como un regalo para su mujer, se solucionaba rápidamente porque Lánime simplemente vivía la vida de otra persona. Todo terminó de forma traumática y escandalosa cuando en las rebajas de verano organizaron un buen espectáculo porque los dos querían llevarse la misma falda. Fue la gota de agua que colmó la paciencia.de su compañera.

Pasó una temporada malísima porque era la primera ocasión en su vida en que no tenía la referencia de otra vida. Hasta entonces había saltado de su madre al supervisor y de éste a su mujer, pero ahora con la separación repentina se encontraba solo. Es cierto, pensaba, que su madre también murió de forma imprevista pero entonces tenía al menos la misma casa, el mismo padre, los mismos hábitos, las mismas rutinas,…que le permitían seguir viviendo la vida de su madre sin que ella estuviera presente. Ahora todo era distinto porque todo había cambiado en casa y porque además no se atrevía a volver al trabajo, con el mismo supervisor y con la posibilidad de cruzarse con su mujer sin poder vivir su vida.

Derrotado, sin futuro, sin posibilidades de volver a ser feliz, se refugió en un pueblo entre montañas donde fue enviado como castigo por su empresa después de que su jefe informase negativamente sobre su actitud laboral y de que su mujer hiciese público entre toda la plantilla que simplemente estaba como una cabra.

martes, 17 de febrero de 2015

El hombre que vivía la vida de otros (II)



En efecto, el Sr. Lánime era hijo único de una peculiar familia, cuyo padre se dedicaba a la construcción y afine de saxofones, mientras su autoritaria madre hacía y deshacía a su antojo de puertas adentro. Tal era la clarividencia de esta señora que no permitía a su hijo ninguna actuación que no estuviese previamente avalada con su conformidad. Desde la ropa que debía vestir hasta el número de vasos de agua que debía beber cada día, todo, absolutamente todo, era controlado por la madre. Con el paso de los años esta supervisión fue a más, de tal forma que Lánime, incapaz de discutir por todo y para todo, decidió de forma natural e inconsciente hacer siempre lo que “madre hubiera querido que hiciera en cada momento”. Los lunes le gusta que me vista con estos pantalones y por ser fin de semana puedo beber dos vasos más de agua que en día laboral. Empezó, sin saberlo, a vivir la vida de su madre y empezó, también sin saberlo, a meterse en un pozo sin fondo del que ya le fue imposible salir.

Se convirtió en un hombre maduro, apuesto y masculino por fuera, pero débil e incapaz por dentro. No estaba manipulado por su madre; era simplemente su madre. Obviamente no tenía amigos ni conocidos. Sus amigas eran las de su madre y su profesión, sus labores, como su madre. Todos eran felices, para su madre era un hijo magnífico al que ponía como ejemplo ante todos y para todo. Lánime era feliz en su cómoda ignorancia y su padre también lo era, a su manera, refugiado entre tubos y sonidos.

Pero nadie reparó en la imprevisibilidad del futuro y en que una repentina enfermedad se llevaría a madre con la rapidez de un rayo. El padre apenas se alertó. Salvo por la presión social de manifestar públicamente la tristeza por la pérdida de su mujer, que le obligaba a vestirse de luto las pocas veces que salía a la calle, nada en él se movió lo más mínimo. Siguió con toda normalidad con sus saxofones, con la única variante de dedicarse durante quince días exclusivamente a su construcción porque, según la tradición, el luto oficial duraba una quincena desde el óbito y durante este tiempo se vio obligado a posponer el afine. Lánime, por su parte, con total naturalidad siguió con el papel de madre.

Así vivieron unas pocas semanas, con nula comunicación y total monotonía, hasta que un buen día Lánime no pudo aguantar por más tiempo la falta de referencias. No soportaba los saxos (toda una vida con el mismo ruido) y expuso a su padre la necesidad de buscar un trabajo, con la exclusiva e inconfesable finalidad de encontrar una persona para vivir su vida. Priorizaba las ofertas laborales por el número de personas que componían la plantilla porque a mayor número de contactos, más posibilidades de encontrar una vida para vivirla. Así que, tras varias entrevistas, aceptó el trabajo en una multinacional, en el departamento de atención al público. He encontrado el puesto de trabajo ideal, pensó, cientos de compañeros de trabajo y miles de personas a las que atender.

Así, no tardó en encontrar otra vida, la del supervisor con el que tenía que despachar, recibir instrucciones y rendir cuentas al menos tres veces al día. Pronto empezó a vivir de nuevo la vida de otro. Al cabo de un mes ya prácticamente no tenían nada que hablar porque Lánime cumplía con sus obligaciones laborales como si las desempeñase el mismísimo supervisor. Llegaban y salían de la oficina a la misma hora, tenían los mismos criterios, las mismas amistades,… Incluso le cambió el tono de voz y adoptó inconscientemente ciertos gestos y tics propios del supervisor. Aunque ellos no repararon, los compañeros de trabajo se mofaban de que siempre acudían al trabajo con la misma ropa. Incluso un domingo en que se encontraron por casualidad comprando el mismo periódico en el quiosco no se percataron de su idéntica indumentaria.

miércoles, 11 de febrero de 2015

El hombre que vivía la vida de otros (I)


Años después nadie tiene la certeza de lo ocurrido en el macabro suceso del valle de Pusi, cuando un montañero se topó con el cadáver de un travesti devorado por los lobos. Que los restos del Sr. Lánime, hombre de avanzada edad y sin aficiones conocidas al montañismo, vestido de mujer, con ropa absolutamente inapropiada para caminar por la alta montaña (falda corta, zapatos de tacón y capa roja) apareciesen dispersos por una ladera casi inaccesible, con signos evidentes de haber sido atacado por una manada de lobos, ha sido objeto de las más variadas y disparatadas teorías. Desde luego, la policía no tiene ni la más remota idea de lo ocurrido y algunos altos mandos opinan que lo mejor es dar el asunto por zanjado, dada la dificultad para desentrañar el misterio y la nula repercusión que el tema puede tener en terceras personas. “Quizá lo más lógico sería obviar los aspectos grotescos del tema, fundamentalmente el ridículo disfraz que vestía el Sr. Lánime, y cerrar el caso con una muerte violenta por ataque de animales salvajes, al parecer lobos”, sentenció el jefe de la policía.
 
No obstante, un vecino del valle, uno solo, sabía perfectamente lo ocurrido. El Sr. Lánime fue tratado de un trastorno grave de la personalidad por el único psiquiatra del valle, un solterón empedernido dedicado en cuerpo y alma al seguimiento y estudio, que no curación, del puñado de tarados mentales que acudían a su consulta. Y de este selecto grupo de casi amigos, el caso del Sr. Lánime tenía unas connotaciones que no le hacían dudar sobre cuál era su paciente predilecto. Digamos, que en otro tiempo y en otro lugar, fueron una humilde reencarnación de la relación entre Van Gogh y Gachet.

La cruel muerte del Sr. Lánime hizo entrar en un estado de tan profunda depresión a su estimado doctor que escasamente una semana después del fatal desenlace no tuvo mejor ocurrencia que levantarse la tapa de los sesos con un viejo fusil que utilizaba ocasionalmente para cazar. Es evidente que la policía, por muy científica que se apellide, no relacionó ambas muertes, aunque de todos era conocida la estrecha relación entre los ahora cadáveres. Y así, con la muerte de los dos amigos, del paciente y doctor protagonistas de esta macabra historia, se perdieron las únicas evidencias posibles que permitirían aclarar los acontecimientos y dar una explicación lógica a semejante misterio. 
  
No obstante, unos días después de darse el caso por oficialmente cerrado, un chaval del pueblo, curioso y admirador mudo de la extraña relación entre la pareja que con frecuencia paseaba por la ribera del río hablando del origen de los traumas mentales, entró a curiosear en la vivienda del doctor. No le fue difícil acceder al interior porque, tras el cierre del caso y la retirada del acordonamiento policial, nadie reparó en que la cerradura de la vivienda había quedado abierta. Algo normal en un valle tranquilo, donde la comisión de delitos es nula, en el que todo el mundo se conoce por el nombre de pila y en el que los hechos que aquí se recogen supusieron la ruptura de una paz vecinal que había durado siglos. Ni los más viejos recordaban nada parecido que hubiese ocurrido en el tranquilo pueblo.

Su intención no era otra que descubrir algo que le llevara a explicar lo ocurrido al Sr. Lánime. Intentando revolver la casa lo menos posible y sólo auscultando las pruebas que pensaba le podrían llevar a esclarecer los hechos, entre dos libros, uno titulado “La interpretación de los sueños” y el otro “El canyengue”, encontró un cuadernillo muy ajado, medio roto, totalmente garabateado y con infinidad de anotaciones extemporales, rotulado a mano con “El hombre que vivía la vida de otros”, donde parecía que se recogían las vivencias y problemas del Sr. Lánime y algunas teorías sobre el tratamiento más apropiado. De su lectura larga y trabajosa pudo reconstruir con bastante fiabilidad la vida y final del malogrado paciente.