miércoles, 25 de marzo de 2015

Ser de Ciencias (y II)




Tomo aire, me centro nuevamente en su portátil, vuelvo a meter las narices entre las rendija obviando la posibilidad de ser sorprendido por mi admiradora y… sigo sin salir de mi asombro. ¡ Cómo es posible que entre los miles de millones de blogs que existen en la red, de entre los millones que pueden existir en España, coincide que una de mis seguidoras está sentada cerca de mí, en un vagón del Ave con destino a Zaragoza, haya entrado en mi blog, me haya enviado un mensaje y yo esté cerca, atento y con las posibilidad de haber visto todo el proceso sin ser descubierto ¡. Busco en Google: “número de blogs en España”. Primera entrada: “En España hay más de dos millones de blogs”. De entre 2 millones, el mío… Pero además si se hubiese sentado en otro vagón no habría sido posible descubrir este milagro,… Incluso dentro del mismo vagón, sólo ocupando ese asiento es posible que lo haya podido descubrir. Además, si no hubiese estado atento a su pantalla o, aún estándolo, si en el momento en que escribió el mensaje hubiese estado haciendo otra cosa tampoco habría sido testigo directo del origen del mensaje. ¿ Qué probabilidad matemática existe en que una persona del mundo vea en directo y sin planificación alguna como un desconocido le escribe un mensaje en su blog?. Si fuese de Ciencias… me lamenté.

Aunque valoré la posibilidad de levantarme y preguntarle, mi escaso sentido del ridículo me puso rápidamente en la realidad. Opté por contestar, sin reflexionar sobre las consecuencias: “No te voy a contar nada porque pensarás que estoy loco. Pero sé que eres morena, de cara redonda, cuerpo de CocaCola, treinta y tantos y, me parece, que de Ciencias”. Envío.

Pasó un eterno minuto en el que el Ave recorrió miles de kilómetros, hasta que volvió a mirar el blog y encontró mi respuesta. Acercó sus ojos a la pantalla para releerlo con más detalle, para asegurarse de su certeza tras una primera lectura y lo releyó varias veces. Miró su pantalla obsesivamente, impaciente, y segundos después escribe. “No has dado ni una. Ni siquiera soy una mujer”, leo. Vuelvo a perderme entre las colinas resecas del horizonte. ¡¡ Esto no es posible !!. Incluso hago la estupidez de pellizcarme para certificar que estoy despierto, que estoy en el Ave y que esto que me ocurre en este momento no es un sueño. 

Un Ave que circula en dirección contraria me trae bruscamente a la realidad… ¡ A la realidad !. Y escribo: “Pues pasas demasiado desapercibida para, siendo hombre, ir vestida con una falda corta de color marrón y zapatos de tacón de ante beige. Incluso en el Ave un hombre vestido así llamaría la atención”. Lo lee, lo relee, empieza a moverse en su asiento como hasta ahora no lo había hecho. Evidentemente, aunque no veo su cara, está incluso más sorprendida que yo y no sabe exactamente cómo reaccionar. Me extraña que no se gire y busque con la mirada dos ojos cómplices que le hagan ver que tampoco ella está en un sueño y, sobre todo, conocer la identidad de la persona que le está escribiendo desde la cercanía que describen sus mensajes. Por la postura de su cuerpo veo que también ella parece buscar alguna referencia en el paisaje. Por fin descubre la posibilidad de inspeccionar el vagón a través del espejo que forma el ventanal intentando pasar desapercibida. Tras varios minutos intentando aparentar naturalidad, sin conseguirlo, apaga el ordenador y lo mete en su maletín.

Llegamos a Zaragoza y, como había previsto, los dos bajamos del tren. Mientras andamos por el andén hacia la salida de la estación, valoro la posibilidad de acercarme a ella y hablar sobre lo que ha pasado pero prefiero andar unos metros por detrás contemplando su andar y su figura. ¡Está buena!. Pienso que no puedo abordarla porque lo ocurrido es tan inverosímil que una entrada así a una mujer, con semejante historia, es garantía de ser enviado al cuerno. “Hola, sabes que yo soy con el que te escribías en el Ave y el propietario del blog que leías. Vete a paseo, bobo”, podría ser el origen y fin de la conversación. Toma un taxi y desaparece de mi vista.

Unos días más tarde, en una cafetería del centro, me confesó que tras engullir la sorpresa inicial, no se giró hacia mí porque, aunque yo no lo sabía, era la única persona dentro de aquel vagón que podía ver su pantalla y, por tanto, sólo yo podía ser su sorprendente interlocutor. "Sólo existía esa posibilidad. Es la simple lógica de los que somos de Ciencias", me dijo.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Ser de Ciencias (I)



Desde Sevilla viajo en el Ave, camino de Zaragoza, leyendo un libro sobre la ingobernabilidad de nuestros cerebros. En la estación de Ciudad Real una chica guapa, de treinta y tantos, con cara simpática y cuerpo de Cocacola, se sienta dos filas por delante de mí, en una butaca del otro lado del pasillo. Tras acomodarse, saca el portátil y empieza a ver un fichero de fotografías que parecen de un viaje de vacaciones. Sin necesidad de contorsionar mi cuerpo puedo hacer las cuatro cosas más interesantes que un viaje en tren permiten: si bajo la cabeza hacia el libro, puedo seguir leyendo; si la giro hacia la derecha, contemplo la llanura castellana en movimiento; si levanto el mentón, puedo pensar sobre los dos días que he pasado en el sur y si aprovecho la ranura que dejan los dos asientos que tengo frente a mi puedo espiar, sin levantar sospechas, las fotos y las piernas de mi compañera de vagón.

Parece que tanta foto, con las mismas personas y la misma playa, le aburren y las pasa sin apenas mirarlas. Quizá las haya visto tantas veces que han perdido por completo el interés de la novedad. En algunas se detiene un breve espacio de tiempo e intuyo que sonríe por algún detalle que hasta ese momento le había pasado inadvertido. Las últimas fotos las ve muy deprisa. Entra en Internet justo en el momento en que el Ave bordea Madrid.

Madrid parece mucho más pequeña de lo que es. La luz de la meseta hace el mismo efecto que un teleobjetivo y, a pesar de la distancia, los rascacielos de Chamartín parecen estar mucho más cerca. Casi al pie de la vía, pasan a toda velocidad casas de campo y chabolas enlazadas por caminos y carreteras. Por encima del humo de la ciudad todavía permanecen algunos blancos de nieve de la sierra. Da la sensación de que las montañas empiezan justo donde termina la ciudad y que llegar a sus cimas desde los edificios es un paseo urbano.

A través de la ranura veo que ojea, uno tras otro, los titulares de varios periódicos digitales. Descubro que puede ser de Zaragoza porque entre la prensa que lee se detiene en dos periódicos locales. Sin saber porqué me alegro y empiezo a soñar con un encuentro inesperado con una chica mona, de unos treinta y tantos.

No ha estado mal Sevilla, a pesar de pasar las dos mañanas de cuerpo presente en dos soporíferas reuniones. Como mi nivel de expectativas era bastante bajo, no he sufrido ninguna decepción en ese sentido y he aprovechado las tardes y las noches para disfrutar de la alegría andaluza. Siempre es agradable tomarse un vino con un amigo, disfrutando  del ambiente sevillano, cuando el frío del norte todavía invita a encerrarse en casa. 

El tren se detiene en Guadalajara y ella está en su correo electrónico. Abre un anexo con algo que parece el croquis de una máquina o de una instalación. ¡Vaya, de Ciencias!, me lamento. Pierdo un poco el interés y me introduzco con más profundidad en “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”.

Al cabo de un rato la oigo teclear. Levanto la mirada del libro, escudriño por la rendija, y veo que está escribiendo algo. Miro con detalle, me centro en la pantalla porque el fondo del escritorio me resulta muy familiar, focalizo mi mirada intentando descubrir la web, es un blog que empiezo a reconocer,… Releo el título del libro que llevó en mis manos pensando en las confusiones a la que nos lleva el cerebro. ¡ Todo debe ser un problema de gafas !, pienso sorprendido. Agito la cabeza para despertar de la escena y retomar el tema desde el principio. Pretendo de forma ilusa leer su mensaje pero la distancia entre nuestros asientos sólo me permite ver la extensión del mismo. Por primera vez, tras varias horas de viaje, fuerzo mi postura con la intención de acercar todo lo posible mis ojos a su ordenador. Escasamente gano poco más de dos palmos de cercanía, justo la distancia que me permite meter mis narices entre la separación de los asientos, pero consigo tirar al suelo mi libro, el móvil y un vaso de agua casi vacío que tengo en la mesa de mi cubículo. Ella se gira para ver lo ocurrido, caza mi postura de espía perplejo y me lanza una mirada de desprecio propia del que piensa en la torpeza de los demás. No debe ser para menos que piense en mi estupidez a la vista de la escena: el libro y el móvil mojados por el suelo y yo, con ojos de pingüino y cara de alce, todavía en trance a la vista de lo que he descubierto en el ordenador de la chica de treinta y tantos.

Recompongo como puedo mi habitáculo. Recupero el libro y el móvil, los seco con la tela del asiento contiguo y evito pisar el charquito de agua que he dejado en el suelo. El vaso lo retiro a un lado con los pies, lo recupero y también lo dejo en el mismo asiento. Intento recuperar la dignidad a la vez que desembolso con toda rapidez mi portátil. Tecleo con celeridad, frenéticamente, pretendiendo hacer simultáneas la rapidez de la máquina con la insistencia de mis dedos. Tras algún minuto allí lo tengo: “Me encanta cuando escribes en tu blog”. Se me pone un nudo en la garganta, bebo ridículamente las dos gotas de agua que han quedado en el vaso de plástico, miro confundido las montañas que rodean Calatayud como buscando una referencia que me saque del espejismo y me reubique en la realidad,…

miércoles, 4 de marzo de 2015

El hombre que vivía la vida de otros ( y IV)



Pronto conoció a su amigo el psiquiatra, que le puso como única condición para seguir con su amistad y su terapia, que no intentase vivir su vida. Sin compañeros de trabajo, con un solo amigo al que había prometido no robar su vida, optó por encerrarse en su casa y dedicarse a leer. La jornada típica de Lánime era acudir a la solitaria oficina, resolver los pocos y menores temas diarios, comer en la cantina del pueblo, acudir a la visita del psiquiatra que solía concluir con un largo paseo por la vera del río y encerrarse en su casa para leer y leer. Como exteriormente no era perceptible su debilidad y seguía manteniendo la apariencia de un caballero apuesto y varonil, pronto empezó a ser conocido en el pueblo como señor y todo el mundo, al cruzarse por la calle, le saludaba con un señor Lánime. A esto ayudaban su amistad con el doctor y su trabajo, que aunque cada día era menos importante debido a la nefasta fama que tenía en la central multinacional, era visto por los paisanos como una persona con responsabilidades laborales y probablemente buen sueldo.
 
Y allí nuevamente volvíó a las andadas. Ante la falta de personas a las que pudiera robar su vida y bajo el cumplimiento de la promesa que le hizo a su amigo, empezó a vivir la vida de los personajes de los libros que le gustaban. Tenía especial predilección por los cuentos infantiles. Lo comentó con su amigo que le sugirió, más por temor a que pudiera vivir su vida que por criterio médico, que no había problema en que viviera la vida de los personajes siempre que no dependiera exclusivamente de uno: su experiencia vital le había demostrado que era mejor repartir vidas entre varios personajes. Para no condicionar su comportamiento convinieron que Lánime no diría a su querido psiquiatra qué vidas vivía, aunque para el doctor era todo un reto descubrir sutilmente el personaje diario que ocupaba a su paciente. Este juego secreto les convirtió en íntimos amigos, tan peculiares que llamaban la atención de los tranquilos habitantes del valle, entre ellos el chaval que secretamente les espiaba día a día.

Y así, el doctor escribía:
2 de octubre. Lánime hoy es Hansel, va dejando migitas de pan por la vereda que hemos tomado esta tarde.
20 de enero. Hoy es el Príncipe Enamorado, lleva un zapato de señora en una bolsa y mira los pies de todas las chicas guapas con las que se cruza.
24 de abril. Ha sido un día estupendo. Ha llegado la primavera y el campo está precioso. El río baja cargado de agua de las montañas. Además, me he divertido mucho con mi querido Lánime. Me ha pedido que soñara en voz alta con cosas que me gustaría conseguir. Mientras mi imaginación se explayaba hablando de la suerte de la lotería, de una buena esposa y de un reconocimiento mundial a mi labor como investigador psiquiatra, él frotaba una lámpara llena de aceite que escondía tras su chaqueta. Ha sido una jornada muy divertida.
4 de mayo. Hoy ha sido una tarde peligrosa. Mi amigo era Alí Babá, ha aparecido vestido de bandolero, me ha pedido prestado mi fusil de caza y hemos trepado por unos riscos en busca de una cueva encantada. Hemos tenido la suerte de que el arma tenía una bala en la recámara porque hemos sido acosados por una manada de lobos hambrientos. Un disparo al aire les ha hecho huir alocadamente por la montaña. No sé que hubiera sido de nosotros en otras circunstancias.
7 de mayo. Hace dos días que nadie ve a Lánime. ¿Qué vida estará viviendo?.
9 de mayo. La policía y los jefes de Lánime han hablado conmigo sobre su falta de asistencia al trabajo. Soy un profesional y no les he dicho nada. Sospechan que algo grave le haya podido ocurrir. Han forzado su casa para comprobar que no estaba allí. Todo estaba en orden pero ni rastro de él. Espero que sea feliz con esta vida pero empiezo a tener curiosidad sobre qué estará haciendo. He buscado cuentos infantiles en el que el personaje desaparezca voluntariamente y sin previo aviso pero no he encontrado ninguna referencia. En fin, espero que se encuentre feliz en su nueva vida.
12 de mayo. Algunos vecinos me miran mal. Los veo que cuchichean a mi lado. Quizá sospechen que haya podido hacerle daño a Lánime. El panadero me ha dicho con sorna que tenía mucho dinero en casa porque desconfiaba de los bancos. El jefe de la policía se hace el encontradizo.
13 de mayo. El pobre Lánime ha sido encontrado devorado por los lobos en el mismo lugar donde fuimos atacados hace unos días. Me lo ha contado el jefe de la policía y se ha disculpado por haber sospechado de mí. Me ha dicho que iba disfrazado de mujer, como de Caperucita Roja. Descanse en paz.