martes, 17 de febrero de 2015

El hombre que vivía la vida de otros (II)



En efecto, el Sr. Lánime era hijo único de una peculiar familia, cuyo padre se dedicaba a la construcción y afine de saxofones, mientras su autoritaria madre hacía y deshacía a su antojo de puertas adentro. Tal era la clarividencia de esta señora que no permitía a su hijo ninguna actuación que no estuviese previamente avalada con su conformidad. Desde la ropa que debía vestir hasta el número de vasos de agua que debía beber cada día, todo, absolutamente todo, era controlado por la madre. Con el paso de los años esta supervisión fue a más, de tal forma que Lánime, incapaz de discutir por todo y para todo, decidió de forma natural e inconsciente hacer siempre lo que “madre hubiera querido que hiciera en cada momento”. Los lunes le gusta que me vista con estos pantalones y por ser fin de semana puedo beber dos vasos más de agua que en día laboral. Empezó, sin saberlo, a vivir la vida de su madre y empezó, también sin saberlo, a meterse en un pozo sin fondo del que ya le fue imposible salir.

Se convirtió en un hombre maduro, apuesto y masculino por fuera, pero débil e incapaz por dentro. No estaba manipulado por su madre; era simplemente su madre. Obviamente no tenía amigos ni conocidos. Sus amigas eran las de su madre y su profesión, sus labores, como su madre. Todos eran felices, para su madre era un hijo magnífico al que ponía como ejemplo ante todos y para todo. Lánime era feliz en su cómoda ignorancia y su padre también lo era, a su manera, refugiado entre tubos y sonidos.

Pero nadie reparó en la imprevisibilidad del futuro y en que una repentina enfermedad se llevaría a madre con la rapidez de un rayo. El padre apenas se alertó. Salvo por la presión social de manifestar públicamente la tristeza por la pérdida de su mujer, que le obligaba a vestirse de luto las pocas veces que salía a la calle, nada en él se movió lo más mínimo. Siguió con toda normalidad con sus saxofones, con la única variante de dedicarse durante quince días exclusivamente a su construcción porque, según la tradición, el luto oficial duraba una quincena desde el óbito y durante este tiempo se vio obligado a posponer el afine. Lánime, por su parte, con total naturalidad siguió con el papel de madre.

Así vivieron unas pocas semanas, con nula comunicación y total monotonía, hasta que un buen día Lánime no pudo aguantar por más tiempo la falta de referencias. No soportaba los saxos (toda una vida con el mismo ruido) y expuso a su padre la necesidad de buscar un trabajo, con la exclusiva e inconfesable finalidad de encontrar una persona para vivir su vida. Priorizaba las ofertas laborales por el número de personas que componían la plantilla porque a mayor número de contactos, más posibilidades de encontrar una vida para vivirla. Así que, tras varias entrevistas, aceptó el trabajo en una multinacional, en el departamento de atención al público. He encontrado el puesto de trabajo ideal, pensó, cientos de compañeros de trabajo y miles de personas a las que atender.

Así, no tardó en encontrar otra vida, la del supervisor con el que tenía que despachar, recibir instrucciones y rendir cuentas al menos tres veces al día. Pronto empezó a vivir de nuevo la vida de otro. Al cabo de un mes ya prácticamente no tenían nada que hablar porque Lánime cumplía con sus obligaciones laborales como si las desempeñase el mismísimo supervisor. Llegaban y salían de la oficina a la misma hora, tenían los mismos criterios, las mismas amistades,… Incluso le cambió el tono de voz y adoptó inconscientemente ciertos gestos y tics propios del supervisor. Aunque ellos no repararon, los compañeros de trabajo se mofaban de que siempre acudían al trabajo con la misma ropa. Incluso un domingo en que se encontraron por casualidad comprando el mismo periódico en el quiosco no se percataron de su idéntica indumentaria.

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