miércoles, 18 de marzo de 2015

Ser de Ciencias (I)



Desde Sevilla viajo en el Ave, camino de Zaragoza, leyendo un libro sobre la ingobernabilidad de nuestros cerebros. En la estación de Ciudad Real una chica guapa, de treinta y tantos, con cara simpática y cuerpo de Cocacola, se sienta dos filas por delante de mí, en una butaca del otro lado del pasillo. Tras acomodarse, saca el portátil y empieza a ver un fichero de fotografías que parecen de un viaje de vacaciones. Sin necesidad de contorsionar mi cuerpo puedo hacer las cuatro cosas más interesantes que un viaje en tren permiten: si bajo la cabeza hacia el libro, puedo seguir leyendo; si la giro hacia la derecha, contemplo la llanura castellana en movimiento; si levanto el mentón, puedo pensar sobre los dos días que he pasado en el sur y si aprovecho la ranura que dejan los dos asientos que tengo frente a mi puedo espiar, sin levantar sospechas, las fotos y las piernas de mi compañera de vagón.

Parece que tanta foto, con las mismas personas y la misma playa, le aburren y las pasa sin apenas mirarlas. Quizá las haya visto tantas veces que han perdido por completo el interés de la novedad. En algunas se detiene un breve espacio de tiempo e intuyo que sonríe por algún detalle que hasta ese momento le había pasado inadvertido. Las últimas fotos las ve muy deprisa. Entra en Internet justo en el momento en que el Ave bordea Madrid.

Madrid parece mucho más pequeña de lo que es. La luz de la meseta hace el mismo efecto que un teleobjetivo y, a pesar de la distancia, los rascacielos de Chamartín parecen estar mucho más cerca. Casi al pie de la vía, pasan a toda velocidad casas de campo y chabolas enlazadas por caminos y carreteras. Por encima del humo de la ciudad todavía permanecen algunos blancos de nieve de la sierra. Da la sensación de que las montañas empiezan justo donde termina la ciudad y que llegar a sus cimas desde los edificios es un paseo urbano.

A través de la ranura veo que ojea, uno tras otro, los titulares de varios periódicos digitales. Descubro que puede ser de Zaragoza porque entre la prensa que lee se detiene en dos periódicos locales. Sin saber porqué me alegro y empiezo a soñar con un encuentro inesperado con una chica mona, de unos treinta y tantos.

No ha estado mal Sevilla, a pesar de pasar las dos mañanas de cuerpo presente en dos soporíferas reuniones. Como mi nivel de expectativas era bastante bajo, no he sufrido ninguna decepción en ese sentido y he aprovechado las tardes y las noches para disfrutar de la alegría andaluza. Siempre es agradable tomarse un vino con un amigo, disfrutando  del ambiente sevillano, cuando el frío del norte todavía invita a encerrarse en casa. 

El tren se detiene en Guadalajara y ella está en su correo electrónico. Abre un anexo con algo que parece el croquis de una máquina o de una instalación. ¡Vaya, de Ciencias!, me lamento. Pierdo un poco el interés y me introduzco con más profundidad en “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”.

Al cabo de un rato la oigo teclear. Levanto la mirada del libro, escudriño por la rendija, y veo que está escribiendo algo. Miro con detalle, me centro en la pantalla porque el fondo del escritorio me resulta muy familiar, focalizo mi mirada intentando descubrir la web, es un blog que empiezo a reconocer,… Releo el título del libro que llevó en mis manos pensando en las confusiones a la que nos lleva el cerebro. ¡ Todo debe ser un problema de gafas !, pienso sorprendido. Agito la cabeza para despertar de la escena y retomar el tema desde el principio. Pretendo de forma ilusa leer su mensaje pero la distancia entre nuestros asientos sólo me permite ver la extensión del mismo. Por primera vez, tras varias horas de viaje, fuerzo mi postura con la intención de acercar todo lo posible mis ojos a su ordenador. Escasamente gano poco más de dos palmos de cercanía, justo la distancia que me permite meter mis narices entre la separación de los asientos, pero consigo tirar al suelo mi libro, el móvil y un vaso de agua casi vacío que tengo en la mesa de mi cubículo. Ella se gira para ver lo ocurrido, caza mi postura de espía perplejo y me lanza una mirada de desprecio propia del que piensa en la torpeza de los demás. No debe ser para menos que piense en mi estupidez a la vista de la escena: el libro y el móvil mojados por el suelo y yo, con ojos de pingüino y cara de alce, todavía en trance a la vista de lo que he descubierto en el ordenador de la chica de treinta y tantos.

Recompongo como puedo mi habitáculo. Recupero el libro y el móvil, los seco con la tela del asiento contiguo y evito pisar el charquito de agua que he dejado en el suelo. El vaso lo retiro a un lado con los pies, lo recupero y también lo dejo en el mismo asiento. Intento recuperar la dignidad a la vez que desembolso con toda rapidez mi portátil. Tecleo con celeridad, frenéticamente, pretendiendo hacer simultáneas la rapidez de la máquina con la insistencia de mis dedos. Tras algún minuto allí lo tengo: “Me encanta cuando escribes en tu blog”. Se me pone un nudo en la garganta, bebo ridículamente las dos gotas de agua que han quedado en el vaso de plástico, miro confundido las montañas que rodean Calatayud como buscando una referencia que me saque del espejismo y me reubique en la realidad,…

2 comentarios:

  1. Me has hecho pasar un rato muy agradable con estos relataos titulados SER DE CIENCIAS.
    Muchas gracias.

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    1. Me alegro que te haya gustado. A ver si me viene la inspiración y retomo este blog con otros cuentos. Los tengo un poco descuidados. Gracias a ti por el cumplido.

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