miércoles, 15 de abril de 2015

La mujer que no comía nada que tuviera ojos (I)



Doña Casimira Vistalegre decidió desde temprana edad no comer nada que tuviera ojos. Nunca encontró una explicación lógica para semejante manía y, con el paso del tiempo, por pura cuestión de madurez vital y
ante la falta de argumentos científicos para justificar semejante desviación, fue avanzando en la idea de culpabilizar a sus padres. Con semejante nombre no podría ser de otra manera, razonaba mezclando incapacidad e indignación. Conforme pasaban los años comiendo verduras, frutas, legumbres y rechazando todo lo que llevará ojos o procediera de seres con ojos - igual desprecio le tenía a una sardina que a un trozo de ternera-, la natural rebeldía juvenil fue dando paso poco a poco a la resignación y el conformismo, hasta que llegó al punto de admitir dicha manía con absoluta naturalidad.

Su familia, donde incluía exclusivamente a sus padres, también acabó por aceptar la cuestión, no la discutía y lo único que pretendía era mantener el secreto dentro de las cuatro paredes del hogar. Incluso para el círculo más íntimo de familiares y amigos, y por supuesto para el resto de la sociedad, Casimira era vegetariana radical.

Obviamente, despreciaba al resto de seres humanos por el simple hecho de tener ojos. En escasas ocasiones se recuerda alguna palabra o gesto de cariño hacia sus padres. Hacia el resto de mortales aplicaba la mayor de las indiferencias. Por supuesto, en su planteamiento de futuro no tenía ninguna cabida la posibilidad de tener complicidades con hombres: era incapaz de plantearse siquiera la posibilidad de soportar la presencia de un globo ocular a un palmo de su cara. De entre sus innumerables excentricidades destacaba su obsesión por llevar unas oscuras gafas de pasta negra, con cristales de espejo, que impedían incluso los días más luminosos la posibilidad de verse sus propios ojos. Gafas que sólo retiraba de su cara justo en el momento de acostarse y tras comprobar repetidas veces que todas las luces estaban apagadas y que en la habitación reinaba la mayor de las oscuridades. A los espejos no los odiaba, les tenía terror.

Con el único que se saludaba, sin demasiada efusividad por otra parte, era con un vecino tuerto, que le llamaban el Cíclope por lo desproporcionado del tamaño de sus ojos. No tenía pasión por él pero, frente al desprecio que manifestaba sin reparos hacia el resto de los humanos ocelados, parecía que su natural acritud quedaba ante éste un poco disimulada cada vez que se cruzaban por la calle. Sólo una vez se paró a conversar con él, más por el empeño de Cíclope de hacerse el encontradizo que por interés de Casimira, y ese fue el último día en que le dirigió la palabra. Le retiró el saludo porque al observarlo con más detalle reparó en que el problema sólo era una cuestión de tamaños: es cierto que tenía un ojo muy pequeño pero éste era sobradamente compensado con el espectacular tamaño del otro.    




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