miércoles, 29 de abril de 2015

La mujer que no comía nada que tuviera ojos (II)



La convivencia familiar se fue enrareciendo con el paso del tiempo hasta llegar a hacerse insoportable. Casimira cumplió los 35 años, no trabajaba ni tenía interés en hacerlo. No parecía que entre sus objetivos estuviese independizarse, aunque mantuviese una cercana relación con las únicas personas con las que intercambiaba muy de vez en cuando alguna palabra. Además su obsesión por los ojos iba en aumento.  Un día su madre le invitó educadamente a buscarse la vida pero el especial carácter de Casimira procesó aquella conversación como una afrenta familiar, como un nuevo desprecio de su madre hacia su forma de ser y optó por abandonar para siempre el domicilio familiar cuando las circunstancias fuesen favorables.

Como ese momento ni llegaba ni se esperaba dada la pasividad innata de Casimira para buscarse algún medio de vida, tomó la radical e irrevocable decisión de abandonar la casa antes de finalizar el año. Y qué mejor manera, pensó, que comprar lotería por si la diosa fortuna le ayudara a orientar su futuro. Ni remotamente sospechó que esa iba a ser la decisión más trascendental de su vida por allí, a través de la ventanilla por la cual se venden y se pagan los boletos de lotería, Casimira sintió de pronto algo que nunca había sentido ni por aproximación. Allí recibió un flechazo de amor porque el lotero no tenía ojos. No era ciego, simplemente una enfermedad degenerativa le obligó a operarse vaciando traumáticamente sus cuencas oculares.

Se enamoraron perdidamente y, fruto de esa pasión, fueron agraciados con el premio gordo de Navidad. Así que antes de finalizar el año, como se había prometido, abandonó el hogar de toda la vida y se estableció con el lotero, unas manzanas más abajo, en un sótano oscuro y sin vistas, cerca del quiosco. Total, ironizaba Casimira, para qué sirve la luz si uno no tenía ojos y la otra hubiera deseado no tenerlos. Se casaron. Renunciaron a tener hijos por el miedo razonable a que nacieran con ojos.

Pero el matrimonio enseguida descubrió el poco futuro que tenía. El lotero, acomodado en su sótano, feliz con su mujer y próspero en el negocio, agraciado con el premio de la lotería, decidió cumplir con su mayor deseo: implantarse unos ojos artificiales. Los innumerables médicos que visitó con la aparición de su enfermedad le diagnosticaron por unanimidad que nunca volvería a recuperar la visión porque las secuelas eran tan severas que la ciencia no sería capaz de avanzar lo suficiente como para garantizar una mínima ganancia en percepción visual. No obstante, la técnica moderna había progresado tanto en la cirugía reconstructiva que era posible implantarle unos falsos ojos, que sin cumplir su función esencial, diesen la apariencia de reales. El único problema, como en muchas otras cuestiones, era el que ahora había superado con creces: la inversión era muy alta. Casimira no dijo nada pero todavía se culpa de haberle dejado tomar semejante decisión. Dejó dar el salto mortal a su querido marido con el ánimo de no poner obstáculos a la ilusión de su vida y pensando que quizá el amor superaría a sus rarezas y sería capaz de tolerar un marido con ojos. Serán de mentira, decía para sus adentros, intentando compensar los momentos en que las dudas sobre el acierto de la decisión eran más fuertes. El día en que vio a su marido con esos ojos que parecían los de un ciervo disecado, decidió abandonarlo y probar mejor fortuna.

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