miércoles, 30 de enero de 2019

Huida hacia adelante (I)


Cuentan las crónicas que el día 13 de mayo de 1969, martes, a las 20,20 horas, el doctor Fauces recibió una llamada telefónica en su domicilio solicitando de forma urgente sus servicios. Como estaba acostumbrado a recibir este tipo de llamadas profesionales a horas intempestivas, utilizó el protocolo que siempre usaba ante estos inoportunos pacientes. Era una de las servidumbres que debía pagar por no acometer a tiempo del eterno proyecto de separar su domicilio particular de la clínica de consultas pero, por uno u otro motivo, siempre demoraba la decisión de montarla alejada del entorno familiar. La conversación debió ser más o menos así:

-          Buenas noches. Es la consulta del Doctor Fauces.
-          Hola, buenas noches. En efecto, soy el Doctor Fauces pero este no es el horario de consultas. Si precisa de mis atenciones, deberá llamar a este mismo número de 10 a 14 h. o, si prefiere por la tarde, de 16 a 18 h. Los fines de semana no presto servicios. Muchas gracias.
-          Escuche, por favor, doctor. Ya sé que no son horas de molestarle pero tengo una urgencia que me impide esperar a mañana.
-          Ya. Muchos pacientes creen que sus dolencias requieren una atención inaplazable y luego, visto el caso, no precisaban de tanta urgencia. Le insto a venir mañana a mi consulta donde tendré el placer de atenderle todo el tiempo que sea necesario. Hasta mañana.
-          Doctor, doctor, no cuelgue, por favor. Necesito verle esta misma noche… Qué digo: en breve espacio de tiempo, con la mayor urgencia posible. Se lo suplico.
-          Mire, señor….
-          Tragacete. Ismael Tragacete.
-          Sr. Tragacete, salvo caso de peligro inminente de muerte no debería Vd. importunar mis horarios familiares. Y no parece, a la vista de su voz, que esté Vd. en ese caso. Insisto, y perdone si soy demasiado tajante, en que acuda mañana a mi consulta, llamando a este mismo número en el horario que le he facilitado.
-          No se arrepentirá de atenderme ahora, se lo aseguro. Si después de verme sigue Vd. pensando que soy de ese tipo de personas hipocondriacas que sospechan que el menor síntoma o malestar en su cuerpo es el anuncio de un final trágico, está muy equivocado. Le ruego …
-          Lo siento, estaba en este momento sentado a la mesa, cenando. Voy a hacer una excepción con Vd. Deme sus datos y yo mismo le doy una cita previa para mañana , sin que sea necesario que llame a mi consulta. ¿A qué hora le vendría mejor?.
-          Doctor Fauces: si después de atenderme sigue considerando que mi caso no tenía la gravedad suficiente como para que le haya molestado un martes a la hora de la cena, estoy dispuesto a pagarle diez veces los honorarios de una consulta ordinaria. Se lo suplico.
-          Está bien. No lo hago por el dinero – mintió- pero tomo al pie de la letra las palabras que me acaba decir. Comprenderá que no puedo atender a todas las personas que solicitan mis servicios médicos a cualquier hora. ¿Qué síntomas tiene?. ¿Qué le ocurre?.
-          Muy agradecido, doctor. No sabe lo que se lo agradezco. Prefiero no adelantarle nada. Cuando me vea comprenderá todo. Conozco la dirección. Si le viene bien en media hora estoy allí.
-          Bien. Aquí estaré. Espero que la ocasión merezca la pena y no sea todo un caso de falsa alarma. Hasta luego.
-          Hasta luego, doctor. Muchas gracias.

Incluso antes de media hora ya estaba el Sr. Tragacete delante de la puerta de la consulta del Doctor Fauces. Se trataba de una casa coqueta, de dos plantas, con un pequeño jardín en la parte delantera y dos bonitas escaleras que terminaban en sendas puertas. Mirando la fachada diríase que habían dividido la casa en dos partes simétricas, unidas por un amplio mirador de cristal que sobresalía de la fachada. Lo único que diferenciaba las dos macizas puertas de acceso era que, en la correspondiente al ala derecha no había inscripción alguna, mientras que en la otra una placa de letras doradas sobre fondo negro decía, en letras mayúsculas: DOCTOR FAUCES. ESTOMATÓLOGO Y APARATO DIGESTIVO.

Una potente luz amarillenta que dejaban pasar las cortinas traslúcidas iluminaba toda la planta baja del ala izquierda. El resto de la casa estaba en penumbra. Dos recargados faroles alumbraban cada una de las puertas. Sin duda, todos los aspectos de la vivienda-consulta estaban muy cuidados, obteniendo por resultado un aire señorial que daba respeto y distinción a los moradores del inmueble.
A pesar de la urgencia decidió esperar la media hora convenida antes de tocar a la puerta. Sin embargo, a través de una de las dos ventanas iluminadas vio pasar una sombra masculina y dedujo que el Doctor Fauces estaba ya preparado en la consulta, esperando su inoportuna visita. Toco el timbre y, sin que transcurrieran más de diez segundos, abrió la puerta el propio doctor.

-          Buenas noches.
-          Buenas noches. Le vuelvo a pedir disculpas por haberle importunado a estas horas pero ya verá Vd. que la rapidez estaba justificada.
-          Aparentemente no presenta Vd. ningún síntoma de urgencia. Pase y cuénteme lo que le ocurre. Espero que todo esto haya merecido la pena – dijo, pensando ya en la minuta multiplicada con un cero adicionado al final, a la vez que le invitaba a entrar con un gesto de la mano.

Cruzaron una sala de espera con algunos muebles de época y con las paredes cubiertas casi en su totalidad con orlas, diplomas, fotografías y recortes de prensa elegantemente enmarcados. Entraron en un despacho pequeño, amueblado con una sencilla mesa de madera, un sillón de cabezal alto, dos sillones de confidente  a juego y, a un lado de la habitación, una camilla de hospital cubierta con una sábana blanca. Una puerta lateral cerrada con llave debía guardar aparatos propios de la profesión.
-       Bien, Vd. dirá.
-       En fin, me resulta un poco ridículo explicar lo que me ha pasado. No sé cómo empezar.
-       Pues vaya directamente al grano. Así acabaremos antes.
-                 Me he tragado un ratón.
-                 ¿Cómo? ¿Está Vd. bromeando?.
-                 No, no. Me he tragado un ratón.
-                 ¿Vivo?    
-                 Sí, vivo.
-                 A ver, cuénteme cómo ha sido eso posible.
-                 A pesar de la situación, me alegro de que Vd. valore la gravedad del asunto y pueda considerar, deduzco, que mi urgencia no era fruto de ninguna manía.
-                 Desde luego, le pido disculpas si mi comportamiento no ha sido el adecuado y le puedo garantizar que el tema, de ser cierto, merece toda la atención del mundo.  Y a estas horas, por supuesto. Pero no divaguemos más, terminemos los temas protocolarios y cuénteme con todo lujo de detalles lo que le ha ocurrido. No doy crédito.
-                 Como podrá ver Vd. tengo una boca demasiado grande, desproporcionada para las dimensiones de mi cabeza. Esto, a parte de los típicos problemas psicológicos desde niño, me acarrea algún inconveniente en el día a día que he sido capaz de superar sin demasiados problemas por la experiencia adquirida. Además, como podrá comprender, mi apellido nunca me ha ayudado en nada, más bien al contrario.
-                 Desde luego. El mío tampoco le hubiera venido mal. Pero lo del ratón. Vamos al tema.
-                 Pues que me lo he tragado vivo.
-                 Y lo nota ahora en su estómago.
-                 Sí, vivo y arañando. No deja de dar arañazos que me producen un dolor insoportable.
-          Vale. Increíble. Pasemos al cuarto de rayos y veamos al bicho. En esa puerta, por favor.

(continuará)

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